Más que un Arbolito
Otra
vez, volviste a tirar otro nacimiento a la cesta de basura, junto con otros
muchos que le precedieron diez o quince minutos atrás. Ya habías arrancado otra
hoja, esta vez con menos esperanza de que pudieras producir algo decente, y
quizá fue por esa frustración que tu lápiz no llegó a tocar el papel, sino que
se detuvo a medio camino.
Aquella
tarde en tu casa, tu inspiración no lograba calar en ninguno de tus bocetos,
probablemente porque lo que rondaba tu cabeza era un árbol decorado con muchas
luces y no un nacimiento. Mientras tratabas de hacer el dibujo de un pesebre y
sus alrededores, tu mente soñaba con un árbol encendido, decorado de mil
colores, brillando también en todas las miradas vecinas agradecidas con la
persona que lo haya hecho. Pero esa persona no serías tú, porque tú fuiste
encargada del nacimiento viviente.
Así
es, un nacimiento, o la vaga representación de este, el cual solo tenía la
capacidad de brillar con una estrella de pilas que ya no tenían energía, y solo
cobraba vida cuando los actores se dedicaban a pestañear mientras miraban al
muñeco empolvado que representaba al Niño Jesús.
Habías
pasado tanto tiempo mirando la hoja en blanco, que inconscientemente te habías
quedado dormida sobre el escritorio. Tanto había estado aquel árbol vagando por
tu mente que fue el protagonista de tus sueños, y el nacimiento era como una
especie de deprimente antagonista que te impedía ver al árbol encendido.
-¡Que
Belén más extraño!
Te
sobresaltaste al escuchar aquella voz en medio de todo ese ajetreo. Volteaste y
te sorprendiste al ver a un muchacho de rubios cabellos con traje de cartero a
tu lado. Y si tu vista no te engañaba, aquel chico parecía iluminar un poco el
rincón oscuro en donde estaban.
-Sé
que Dios nació en medio de la noche, pero al menos la estrella debería iluminar
un poco el portal. ¿No te parece? –comentaba el muchacho mientras examinaba el
lugar.
-¿Quién
eres tú? –preguntaste al fin.
-¡Ah!
Discúlpame. Yo me llamo Gabriel, y tú eres a quien buscaba, o al menos eso
creo.
-No
entiendo…
-Es
que empecé a dudar que eras tú cuando vi este pesebre tan oscuro y deprimente
hecho de papel. Pero Dios me envió a buscarte porque te considera perfecta para
organizar el Belén, y yo no voy a cuestionarlo.
Aquello
te hubiera ofendido si no fuera por eso último que dijo: ¿Que Dios te buscaba?
Solo habías escuchado decir eso en boca de los sacerdotes de la iglesia, y
nunca les pusiste mucha atención. Pero ahora, en boca del cartero sonaba
absurdo; sin embargo, parecía hablar en serio.
-Esto
es un sueño, ¿verdad? Es imposible que Dios venga a buscarme, ¡y menos para que
prepare su nacimiento!
-¡Claro
que es posible! Si no fuera así, entonces no hubiera mandado a su ángel
mensajero a buscarte. ¡Mira la hora! –dijo observando un reloj que llevaba
consigo– ya no hay tiempo de explicaciones. Es necesario que llegues temprano
para que todo se dé como estaba previsto.
Y
acto seguido, el ángel tomó tu muñeca y te levantó del suelo, antes de que tú
pudieras seguir preguntando o protestando.
(...)
No
estabas segura de cuánto tiempo volaste agarrada de la mano del ángel, pero
pareció un instante en el momento que pisaste el suelo hecho de nubes de aquel palacio.
Las inmensas paredes hechas de cielo y nube ahora las adornaban telas sedosas
de colores rojos, verdes y dorados, con guirnaldas hechas de pino recién talado
y estrellas que cambiaban de colores, llenando de más vida el lugar. Incluso
cada persona que se encontraba allí llevaba un regalo de los mismos colores
entre sus manos.
-Lo
primero que tendrás que hacer será organizar al coro de ángeles –dijo Gabriel,
de quién te habías olvidado que seguía a tu lado–. Ellos conocen más canciones
que estrellas en el cielo. Pero como María, José y el Niño no se pueden quedar
ahí para siempre, solo podrán cantar unas pocas.
-
Entonces, ¿yo tengo que escoger las canciones?
-Exacto.
Gabriel
hablaba como si aquello fuera algo muy fácil, como si fuera el pan de cada día.
Tú en cambio, estabas tan en blanco como la hoja de papel que habías dejado en
tu escritorio. Si al principio parecía una locura, ahora estabas segura de que
habías perdido la cabeza.
-¿Pero
cómo podría saber yo la música que le agrada a Dios?
Gabriel
te miró y luego rio, como si hubiese averiguado la razón de tu indecisión y le
hubiera dado gracia.
-No
es tan complicado. A Dios le gustan las cosas sencillas. Además, recuerda que
es Dios hecho un niño.
Ese
último dato te sirvió para poder pensar un poco más. No conocías todos los
tipos de canciones que sabían cantar los ángeles, pero lo que te dijo Gabriel
hizo que a tu mente llegaran instintivamente las canciones de cuna, esas que
las madres les cantan a sus hijos para calmarlos.
-Quizá
podrían cantar canciones de cuna. Si es un bebé, entonces lo que más le puede
gustar son canciones para arrullarlo –dijiste un tanto insegura, como si
estuvieras respondiendo la pregunta de un examen sin haber estudiado.
Después
de haber dicho eso, los ángeles empezaron a escoger el repertorio de canciones
de cuna, y no tardaron mucho en reorganizarse y practicar las melodías
escogidas. Sus voces entonaban las más dulces letras escritas por ningún
músico, incluso sentiste la tentación de acostarte en el suelo y quedarte
dormida escuchándolos; pero antes de que terminara la primera canción, Gabriel
ya te llevaba de la mano a la siguiente tarea.
-Ahora
irás al departamento de astronomía a escoger la estrella que guiará a los magos
y los pastores –decía el ángel mientras paraba en una especie de tienda de
campaña enorme.
Adentro
era como si estuvieras en el mismo espacio exterior. Tanto era así que te dio
vértigo la inmensidad de aquel universo. Adentro se encontraban ángeles con
batas de laboratorio, recogiendo las estrellas de las paredes de la carpa.
-¡¿Quieres
que revise todas las estrellas de todo el universo?!
-¡Claro
que no! Nada más tienes que elegir entre las seleccionadas.
Te
mencionaron el nombre de cada una de las estrellas, pero para ti eran todas
exactamente iguales. No podías diferenciar la cantidad de brillo en cada una,
ni tampoco los colores. Querías pensar en cuál sería mejor para el Niño, pero
dudabas mucho de que un bebé recién nacido pudiera ver la estrella siquiera.
-No
puedo diferenciarlas. ¿No habrá algo con lo que se pueda resaltar la que va a
ser elegida? Algo así como una cola.
Esta
vez los ángeles no actuaron tan rápido. Se quedaron pensando por un instante,
hasta que alguno de ellos fue a buscar en sus aposentos algo parecido a lo que
describiste. Al regresar volvió con una sábana blanquecina, con menos brillo
que cualquiera de los ángeles presentes.
-Podrían
ponerle más brillo, o incluso juntar más estrellas para que se vea más
brillante y más gente sea capaz de verla –propusiste, ya más segura e inspirada
que en el escritorio de tu casa.
Dicho
y hecho, los ángeles-astrónomos empezaron a decorar la capa y se la colocaron a
la estrella más brillante. Ahora esta cobraba un brillo más incandescente que
la última vez, incluso parecía diferente a todas las estrellas que rodeaban la
tienda de campaña. Luego, con sumo cuidado, los ángeles tomaron el astro y
buscaron el lugar adecuado en el firmamento donde colocarlo.
Otra
vez, quisiste quedarte para ver a la estrella, pero Gabriel no te daba ni un
minuto de descanso, y te llevaba enseguida a la siguiente actividad que tenías
que preparar. Elegiste el camino más rápido para que los pastores llegaran;
también fuiste al establo del cielo (en donde las miles de especies que no eres
capaz de ver en la tierra se encuentran todas en un mismo lugar), y escogiste
una mula y un buey; incluso te tocó seleccionar los más acolchados fardos de
heno para que el Niño, María y José tuvieran dónde recostar la cabeza esa
noche.
Mientras
más tareas hacías, más emoción notabas en tu interior. Todas las personas y
ángeles del cielo contagiaban esa alegría y expectación de ver al Hijo de Dios
recién nacido; el mero hecho de mencionar el acto causaba furor en toda
criatura que veías.
El
escenario se iba llenando tanto de actores como espectadores, incluso tú ibas
vestida de humilde pastorcita, esperando con ansias y nervios el momento en que
llegaran los protagonistas de aquella obra.
Y
cuando el momento llegó fue como si todo el ajetreo celestial se detuviera.
María
y José entraban al portal, y por un momento toda criatura guardó silencio. Los
ángeles estaban todos con instrumentos y voces en mano, los pastores atentos
para arrodillarse en el momento oportuno, la estrella iba aumentando paso a
paso su luz, la mula y el buey parecían caminar de puntillas para no perturbar
el ambiente. Todo el mundo estaba guardando un suspiro, todos estaban
expectantes. Y después es como si el universo entero se hubiera bañado en
ternura al escuchar el primer llanto del Rey de Reyes.
Y,
como si se hubiera abierto el telón en ese momento, todo lo demás empezó a
cobrar vida. Escuchaste a los ángeles entonar sus nanas al niño, a la mula y el
buey darle su aliento para calentarlo; viste a la estrella poner su brillo al
máximo y a los pastores apresurarse a entregar sus regalos y adorarle. Todos
estaban en función del bebé que acababa de nacer.
-
Sí, este Belén está mejor que el que me encontré hace un rato.
Gabriel
estaba al lado tuyo, todavía con su ropa de cartero, pero esta vez más limpia.
También miraba el acto que se llevaba a cabo con una sonrisa, mucho más
radiante que la que tenía mientras andaba contigo.
-Tienes razón –le respondiste sin querer
perder de vista al Niño ni por un minuto.
Parecía
como si el ángel estuviera dispuesto a decir algo más, pero calló pensando que
ya tú lo habías captado.
En
esa noche de diciembre, bajo la luz de una estrella y la mirada de miles de
ojos, no había nacido un árbol forrado en luces, sino un niño, el Hijo de Dios,
en un humilde portal, en un pesebre. Los ángeles, los pastores, los animales y
las estrellas no estaban presentando sus regalos a un tronco con hojas
sintéticas, sino a Dios hecho hombre que vino al mundo a salvarnos.
Y,
sintiéndote como esos pastorcitos que mostraban sus regalos al Niño, fuiste a
él, dejaste que su manito tomara tu dedo, y como si le quisieras decir un
secreto te acercaste a su oído y le dijiste “Gracias”, por haber montado en tu
corazón el mismo pesebre.
Andrea V. Gil Centeno
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