El gran amor de Dios por los hombres

 

César Augusto promulgó un edicto, para que se empadronase todo el mundo. Era una época muy cargada, todo el mundo se movilizaba.

José y María vivían en Nazaret, ciudad de Galilea y tenían que ir a la ciudad de David, llamada Belén de Judea.

José y María llegaron un día, cuando atardecía, a la tierra donde nacería el Mesías. Ella estaba en cinta, y esa misma noche el Niño nacería.

Al entrar en la aldea empezó José a tocar las puertas: toc, toc, toc…, “abran por favor, necesito ayuda, soy un forastero”.

“No, no, no. No os conozco, no. Seguid adelante, que otro se apiade”.

Andando a pasitos, llevaba el burrito a sus tesoritos.

Toc, toc, toc…, “necesito ayuda, abran por favor y ¡haced la limosna de darme un rincón!”.

“Lo sentimos mucho por usted, señor. No hay ni un solo sitio dispuesto, señor”.

Seguían andando, siempre tocando, y sin resultado.

La hermosa María, sufría y reía, y es que, ¡ya el Mesías está por nacer!

Toc, toc, toc…, “abran por favor”.

“No, no, no, no os conozco, no”.

Van paso a paso… José está muy triste, y miraba a María cansada y sufrida y calmada también.

Siguen andando, en su borriquillo, buscando algún sitio que les dé cobijo.

El tiempo avanzaba, y María lo acuciaba, pero no había una puerta que se abriera. No, no había.

Cuando en este mundo llegará el Mesías, ¿encontrará un rincón y una fe siquiera en algún corazón? ¡Sólo Dios sabía!

José y María se daban más prisa. En una colina, no muy pequeña, había una cueva y en ella un buey. José se alegró y la aderezó, y dispuso el pesebre donde descansaría Dios. Una cama de paja a María le preparó, ella se acostó y de puro cansancio enseguida, se durmió.

José se echó en un rincón, cerrando los ojos, ¡dio gracias al Creador! Se dispuso a esperar a que naciera el Niño Dios.

¡Como a la media noche un llantito oyó! Se puso de pie, y enseguida llegó donde estaba María, ¡radiante de amor, con el Mesías!

Le contempló largo rato, dejando escapar un llanto, ¡dichoso de contemplar al que a tanto han esperado!

¡Era un niño precioso, más hermoso que el sol astro, más divino que las mieles y de inigualado encanto!

La hermosura de María, se hizo más patente todavía, ¡tocada por el Mesías!

Para más admiración, se vieron rodeados de angelitos, ¡que cantaban, tocaban y bailaban! Llenaban de luz la cuevita, con millones de estrellitas, que eran como lamparillas encendidas.

¡Todo era alegría y amor, ya no había pena ni temor!

¡Hasta el buey y el borrico se sentían dichosísimos! Con sus ojos y pelajes muy brillantes y consentidos de los ángeles.

La hermosura de esta noche no tiene comparación, tiene un toque especial: ¡Ha nacido el Niño Dios!

Los pastores llegaron mudos de admiración, acababan de enterarse que, ¡había nacido el Redentor!

Un ángel les advirtió que en la cueva de la esquina, recostado en un pesebre, ¡descansaba el Niño Dios!

Ellos llegaron por montón, y con sus vidas sencillas, le abrieron su corazón.

Cada uno consigo traía un presente para ofrecer a su Señor: abrigos, leche de cabra, queso, pan y jamón, para que comieran José y María, los padres del Niño Dios.

Y llevaron a pastar al buey y al burrito, por alrededor. Dichosos estaban los pastores de contemplar y ayudar a su Dios.

Pasados algunos días, advirtieron más visitas. La admiración de María y José no tiene límite, todo les sobrecogía. A su humilde cueva se acercaron tres reyes, que se postraron ante ellos, y de hinojos adoraron al Niño Dios. La emoción era tan grande que los reyes no atinaban a levantarse.

Al cabo de un breve tiempo, ellos empezaron a presentarse, el primero dijo, “Soy Melchor, vengo de África y traigo presentes para mi Señor, un cofre lleno de oro de muchísimo valor”. El segundo dijo, “Yo soy Gaspar, vengo de Arabia y traigo para mi Señor, incienso como corresponde a mi Dios”. El tercero dijo, “Soy Baltasar y vengo de Egipto, le traigo mirra y demás objetos de valor”.

Los reyes contaron a José y a María, como dieron para buscar al deseado Mesías: fueron siguiendo una estrella que el Creador les deparó y les hizo conocer que en el Niño, ¡estaba Dios! Emprendieron largo viaje, bajo lluvia y bajo sol, bajo fríos inclementes y bajo el ardiente sol; sorteando fieras salvajes y salteadores de camino. Y les advirtieron del rey malo, que reinaba en ese entonces.

José y María, en el nombre del Señor, despidieron a los reyes, que advertidos por los ángeles, se dieron prisa en marcharse.

Luego en la madrugada, un ángel le habló a José y le dijo que sin demora tenían que moverse e irse, porque Herodes al Niño buscaría, para herirle.

José se sobresaltó y de inmediato ejecutó, lo que el ángel le indicó. Tomó al Hijo y a la Madre, y el camino enseguida emprendió.

Dios a sus seres queridos, las penas no les ahorró, y poco a poco gustaron el acíbar del dolor. El miedo les atenazaba, cual verdugo el corazón. A cada sobresalto, creían perder a su Dios. El Niño con una sonrisa, les infundía valor.

El camino era pesado y el frío muy intenso, los peligros acechaban, y se sentían tan pequeños. José y María rogaban al Señor de los ejércitos, que les guardara en los caminos y que los protegiera presto, porque el Niño iba con ellos, y ¡era el tesoro más bello!

La estrella de Belén, no les dejó ni un instante, alumbrándoles el camino, que les conduciría a salvarse: Egipto.

 

Luz Eglé Camacho

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