El hijo del pastor

 

Soy Christopher, hijo de un pastor de ovejas. Mi papá, Arnold, joven, no goza de buena salud. Le aqueja un misterioso mal con el que no han dado los médicos y que le lleva a perder el conocimiento. Lo lleva heroicamente: trabaja duro –no hay descanso para los malvados, dice y siempre está para los demás. Por eso a mí, de tan corta edad, me deja acompañarlo en sus velas nocturnas. Somos varios hermanos, pero yo soy especialmente pegado a él. Mi mamá y yo hemos estado especialmente pendientes de cómo se encuentra.

Soy bueno vigilando, velo por él y por las ovejas. Estoy mosca con los ladrones y animales salvajes. Mi papá le pone nombre a cada oveja: Chispita, Perezosa, Brincona, Despistada... Se ocupa de las más débiles.

En esas vigilias nocturnas él me echa cuentos, por lo que siempre tardo en dormirme: despiertan mi imaginación. Uno de esos cuentos, que se repite en esta época del invierno, es que, desde hacen unos 100 años, se espera que nazca “el Mesías” el 25 de diciembre. Desde que me conozco, cada año hay muchas expectativas alrededor de estas fechas. Pero nada. Aunque pienso que no nos debe afectar demasiado, ya que cuando suceden cosas importantes somos los últimos en enterarnos. No nos toman muy en cuenta. Además, si el Mesías es una persona importante, nacerá en el palacio o en alguna villa. Este año, sin embargo, hay más probabilidades de que esto pueda suceder, por el censo del César Augusto: hay un gentío alojado en posadas y casas de familia.

A pesar del alboroto del pueblo de Belén, el campo donde vigilo se encuentra silencioso y en calma. Hasta los animales –ovejas y perros– están tranquilos. El cielo está lleno de estrellas. Sopla una brisa suave, hace frío. Todos los pastores están adormecidos: llevamos varias noches y días seguidos aquí. Sólo yo estoy despierto cuando llega mi hermana mayor, Ana, trayendo café y viandas para la vigilia. Le digo que me alegra mucho que haya venido justo hoy, 25 de diciembre, día en que podría venir el esperado.

Y fue entonces cuando sucedió: ¡hubo un estallido de luz y de música alegre! ¡Voces de niños cantando que la gloria de Dios nos traería la paz! Cuando logré enfocar, vi figuras suspendidas entre el cielo y la tierra, cual papagayos, pero luminosos. Una vez despierta la mayoría, nos dicen que ha nacido un Niño, el Cristo. Lo encontraremos reclinado en un pesebre. ¿Quién mejor que nosotros –pobres, y rústicos, pero experimentados en la vida– para asistirlo y protegerlo?

Despierto a papá, rendido. “¡Papá, está aquí! ¡Es hoy!” Antes de correr, nos paramos a pensar: ¿Qué le llevamos? Yo, mi corderito más joven, mi papá, su abrigo, otros, leche, queso, maracas y hallacas. ¡Ah! Y leña para el fuego. Y entonces, sí, corrimos cuesta abajo.

Y de tantas cuevas, ¿cuál sería? Sin duda sería la más iluminada, porque si los mensajeros fueron luminosos, cuanto más el anunciado. Vimos que uno de los establos emitía una luz muy tenue. ¿Se habrán equivocado esos mensajeros? Nos atrae el llanto de un niño. Quizás llora de frío. ¿Cómo no va a llorar, si aún no hemos llegado con nuestros abrigos?

Llegamos. Eso está solo. No hay carrozas, ni caballos. Entramos: una familia de tres. Un hombre joven, serenamente contento, sale a ver qué pasa allá afuera y, aunque desconcertado por la hora, nos anima a entrar. Se presenta como José, padre del Niño y esposo de María. Yo entro con mis tesoros: el corderito, mi almohada, dulce de leche. Ana, el café y las viandas. El Niño, en brazos de su mamá. Ésta, de una belleza singular y con una alegría desbordante, acepta el abrigo que le ofrece mi papá y lo pone sobre el Niño, quien deja de llorar. Voy derecho hacia el Niño. Me tratan de frenar. Lo beso en la frente. Sé que mi olor no le molestará. Es un niño cachetón, con el cabello dorado y ojos color café. Me mira ya aliviado del frío. El diálogo entre los dos fluye. Mi mamá dice que los niños nos comunicamos perfectamente, aunque no hablemos el mismo idioma. Usamos nuestro propio idioma: miradas, risas, abrazos, intercambio de tesoros…

Se acercan los demás: mi papá, los pastores de los otros rebaños. Se acumulan los regalos, pobres, como nosotros, como ellos...

Les contamos del mensajero y del coro. José y María intercambian miradas de asombro, y lo tenemos que contar dos veces para que capten todos los detalles.

Mientras, el mundo duerme, no se entera. Descansan quienes le negaron posada, los que no sabían que era Dios, los poderosos, los que tienen los sentidos despiertos y el alma dormida.

Les preguntamos ¿por qué a nosotros? Dice María que quizá porque tenemos en común algunas cosas: no tenemos nada, somos tenidos por nada, y porque velamos. Dios premia a los que velan.

“¿De dónde vienen?”, les pregunté.

“De Nazareth”, responde José.

Me pregunto si será muy lejos de aquí. El Señor José me adivina el pensamiento y me explica que hicieron siete días de camino.

“¿No tienen parientes aquí?”, le pregunto.

“Sí, pero por el censo todo está ocupado”.

“¿Y el Niño…?” “Sí, acaba de nacer, al llegar a este establo”.

“¿Hasta cuándo se quedan?”, vuelvo a la carga.

“Hasta la presentación del Niño”, responde María.

Y yo les aseguro que, mientras se encuentren en Belén, y esté en nuestras posibilidades, no les faltará lo necesario. Ana dice que puede lavar la ropa y limpiar. Mi papá ayudará a José con la cuna. Yo lo sustituiré con el rebaño, y mi mamá puede tejer algunos abrigos. Los demás pastores traerán comida y leña. Las palabras y miradas de agradecimiento son muy expresivas. Nos despedimos.

Me acerco otra vez al Niño y le digo mi poesía:

 

¿Qué tendrá este Niño que nace indefenso?

Desde que Te vi, sólo en Ti pienso.

 Bajaste a la tierra como un niño normal,

siendo una criatura de origen celestial.

 Hoy te vengo a decir, con el corazón en la mano

que estoy dispuesto a ser tu amigo y tu hermano.

 ¿Serás un Mesías bravo y valiente?

O, como dice mi padre, ¿un Siervo doliente?

 Las personas importantes se ven rodeados

De lujo y confort y son muy alabados.

Los que somos sencillos, acostumbrados al olvido,

nos sentimos considerados y apreciados contigo.

Te prometo amar por el resto de mi vida

Ya que tu palabra de amor por pocos será creída.

No olvidaré esta noche que, por estar velando,

Te nos diste a conocer por unos ángeles cantando.

¿Te volveré a ver? Quizá no en esta vida.

Pero dice mi padre que mañana será otro día.

En las cosas externas todo seguirá igual,

pero en nuestras almas has dejado una señal.

¡Qué privilegiados somos de tener estas primicias!

Cargarte y besarte mientras el mundo dormía.

Gracias te damos, mucho más te mereces

Quienes velen por amor son premiados con creces.

Esto va por los padres, y el personal sanitario,

los que recogen la basura en el último de los barrios.

Que no se cansen sus brazos, que no decaiga su corazón

Que en el Cielo les espera un tremendo parrandón.

Firma esta historia el nieto de la cocinera

del pueblo de Betania, una posada cualquiera.

Ella creyó en mi relato, siempre lo atesoró

lo leyó a un tal Jesús que por esa aldea pasó.

Él dice que lo recuerda como si fuera ayer….

¿Cómo pudo este extraño, todo esto saber?

Y que enviaba para el pequeño una bendición,

¡Y el autor de estas líneas estalla de emoción!

Joanne Mendes


 

 

 

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