La Navidad del Ruiseñor

 

En lo profundo del bosque, donde existen los árboles más bellos, encinas, robles, abetos disputándose las caricias del sol, también se refugian las aves canoras, de bellos plumajes, que entonan sus cantos más hermosos, lejos de los oídos humanos.

Así fue, que, en una frondosa encina, vivía un hermoso ruiseñor, dotado a diferencia de sus hermanos, de un talento especial, para cantar y crear melodías nunca escuchadas en el bosque, lo que hacía, que las demás aves, a pesar de ser almas sencillas, sintieran envidia por el pequeño ruiseñor, haciéndole la vida imposible, llena de desprecios y soledad.

Así fue, que un día, el ruiseñor decidió salir del bosque y buscar nuevos horizontes, donde vivían los humanos, pensando que allí sería feliz.

Muerto de sed, bajó hasta las aguas de un arroyito, donde pudo beber y bañarse, hasta que un gato, atraído por sus trinos, trató de comerlo, pero él, afortunadamente pudo escapar.

El pacífico ruiseñor comenzó a temer al nuevo mundo que ahora conocía, pero, sin embargo, con el prodigio de su voz y su música, logró cautivar a los moradores del pueblo y su fama se regó por todas partes, ganándose el cariño y el respeto de otras aves, animales y en especial de los humanos.

Llegaba la navidad y el ruiseñor, sin saber el porqué, comenzó a notar una gran actividad en la aldea.

De los bosques, trajeron perfumadas ramas de abeto para poner en sus casas, se respiraba un ambiente de alegrías, era maravilloso, ver a los niños, de vacaciones, corriendo y jugando en loa parques y calles alegremente.

Era navidad y nuestro ruiseñor, contagiado por la alegría del pueblo, entonaba las más bellas melodías, desconocidas para las gentes del lugar.

Era un ave orgullosa, solitaria, hasta las hormigas y abejas se detenían para oírlo, pero tenía pocos amigos. Cantaba en todas partes, en los postes más altos, en los cables, en jardines y las gentes le ponían comida y agua, disputando el derecho de tener la maravillosa avecilla en sus jardines.

En el transcurso del tiempo, conoció un ave que le pareció extraña, pero que lo cautivaba por su mirada profunda y sabia, como el bosque que había dejado atrás.

Era un viejo búho, habitante de un añoso roble, donde tenía su nido, lleno de objetos extraños y pichones que alimentar.

Llegó la avecilla hasta su nido y con mucha educación, porque el búho lo era, le preguntó: ¿Que es navidad, por qué tanta alegría, tantos cantos y luces en la aldea?

Ya se acercaba el invierno, las aves migraban, las cigüeñas dejaban sus hermosos nidos vacíos, pero el ruiseñor, cautivado por la belleza de la vida en el pueblo se negó a viajar.

Empezó a ver las casas iluminadas y en ellas, los humanos, colocaban junto a las ramas de abeto figuras, casitas, rebaños de ovejas, pastores y algo muy especial, las imágenes de una bella pareja rodeando una cuna vacía, inamovibles, junto a una mula y un buey, esperando algo que él no sabía que era y que deseaba conocer.

Por eso, nuestro ruiseñor, entonando sus mejores trinos se acercó al búho, su amigo, que, encerrado en su nido, temblando de frío, se negaba a salir.

Pasado algún tiempo, el búho se asomó en su nido y mirando curioso al ruiseñor, le preguntó que quería.

Girando su cabeza y moviendo sus enormes ojos, el búho pausadamente le dijo: Haz de saber, que todos, aves, humanos, árboles, aguas, todos somos creados y, por tanto, hijos de Dios.

El ruiseñor callado, escuchaba, por eso, continuó el búho, los humanos, en esta época, abren sus hogares para recibirlo, porque él vendrá, como un niño recién nacido a visitarnos esta noche.

El ruiseñor maravillado callaba. En ese espacio que hay en cada casa, dijo el búho, en esta noche se colocará el niño para adorarlo, la noche será más bella, cantarán y rezarán los niños y padres, esperando la llegada de ese niño, que alumbrará una estrella gigante en el cielo.

El pequeño ruiseñor, maravillado, lleno de emoción, oía el relato del búho, sin notar que la nieve comenzaba a caer, en la noche encantada de navidad.

Y el búho, aterido de frío, terminó su relato, diciéndole que, en la vieja iglesia, donde sonaban las campañas frente a la plaza, llegaría de verdad el Niño santo y sus padres velarían por él. Entonces, el ruiseñor decidió volar a la iglesia.

Contra el viento, que ya descargaba su furia, sin reparar en la nieve cada vez más abundante, atravesó el parque, sobre los blancos jardines y llego a la iglesia. Pero estaba cerrada, la gente empezaba a llegar, cubierta con sus abrigos y llevando de la mano a sus hijos, que asombrados veían al pequeño pajarito revoletear frente a la iglesia.

Al fin, cerca de la media noche las puertas se abrieron, los parroquianos entraron huyendo de la nieve y el ruiseñor, también entró, pero ya sentía algo extraño en su cuerpecito, con las alas que poco podía mover, paralizándose por el frío.

Voló a lo alto del altar y cerca de la cunita vacía del niño que ha de nacer. Presa de un profundo sentimiento de felicidad, mirando la cuna rodeada por las figuras del pesebre, el ruiseñor entonó las más bellas melodías.

La iglesia quedó en silencio, asombrados el organista con su coro de niños callaba, los feligreses presos de una emoción extraña callaron.

Era un pajarillo cantando en navidad. El ruiseñor, sabiéndose foco de toda la atención, llevado por un sentimiento para él desconocido, cantó, su voz se elevó por la enorme nave central, el párroco, las gentes maravillados callaron y en esa noche encantada, iluminada por el amor, la pequeña avecilla dejó oír sus trinos casi celestiales, hasta que agotada se refugió al pie de la cuna y dejando oír sus más bellas melodías, se durmió para siempre en su ofrenda musical al Creador.

Y entonces, el organista, músico al fin, copió esa música, que quedó para siempre en las canciones de navidad de la aldea.

Rafael Luzardo

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